La historia, dicen algunos, la escriben los vencedores. Pero Ken Follett la reescribe con tal destreza que hasta los vencidos cobran protagonismo. Es, sin exagerar, un albañil de tramas, un cartógrafo del alma humana en tiempos turbulentos, y, sí, el hombre que logró que millones leyeran mil páginas sobre cómo construir una catedral sin bostezar. Un milagro editorial y literario con ribetes de herejía… contra la impaciencia digital.
De periodista a ingeniero del suspense
Ken Follett nació en Cardiff en 1949, en una familia tan estricta que ni televisión podía ver. Quizá por eso se refugió en los libros y descubrió que contar historias podía ser una forma elegante de venganza contra el tedio. Empezó como periodista (como tantos novelistas que necesitan el roce con la realidad antes de reinventarla), pero pronto abandonó el oficio para dedicarse a algo más peligroso: vivir de la ficción.
Su primer gran éxito, La isla de las tormentas (1978), es un thriller ambientado en la Segunda Guerra Mundial. Entre espías y complots, Follett se dio cuenta de algo fundamental: el pasado tiene más suspenso que cualquier novela negra si se cuenta con inteligencia. Y así, once años después, parió Los Pilares de la Tierra, esa novela que es al mismo tiempo un tratado medieval, un culebrón épico y un testimonio de fe (en la arquitectura, en la voluntad humana… y en los lectores con resistencia maratoniana).
Los Pilares de la Tierra: levantar una catedral, destruir prejuicios
Publicada en 1989, Los Pilares de la Tierra no solo rompió récords de ventas: pulverizó prejuicios. ¿Quién hubiera imaginado que una novela sobre canteros, prioratos y hambrunas se convertiría en fenómeno mundial? Follett lo logró porque hizo del medioevo algo más que fechas y feudos: lo convirtió en un espejo turbio pero fascinante de nuestra modernidad.
Los personajes no viven en la historia; la historia vive en ellos. Tom Builder, Aliena, Jack… cada uno arrastra una vida tan cargada de tensiones, pasiones y ambiciones que ni Juego de Tronos se atrevería a competir (aunque, dicho sea de paso, le debe no poco).
Y como si levantar una catedral no bastara, Follett construyó una saga: Un mundo sin fin, Una columna de fuego, La Armadura de la Luz y Las tinieblas y el alba completan un ciclo que, irónicamente, nos habla más del presente que del pasado.
El secreto de su éxito: precisión quirúrgica con alma de novelista
Ken Follett no es un escritor de frases para enmarcar. No tiene la lírica de García Márquez ni la densidad de Eco. Pero es un maestro de la arquitectura narrativa. Cada capítulo suyo está calibrado como un reloj suizo: conflicto, tensión, revelación. Un esquema clásico, sí, pero ejecutado con la eficacia de un cirujano y la pasión de un contador de historias en una taberna.
Su estilo es claro, cinematográfico, sin adornos innecesarios. Y su don más notable es otro: logra que la historia no pese. Que las guerras, conspiraciones o debates teológicos no se sientan como clase de historia, sino como combustible dramático. Es ficción histórica, sí, pero sin la pátina rancia del museo: aquí todo está vivo, huele, duele, arde.
Antihéroes, poder y redención: las constantes follettianas
Los protagonistas de Follett suelen empezar como idealistas y terminar como realistas heridos. Como el mármol: hermosos por fuera, pero con cicatrices que revelan el tiempo. En sus novelas, el poder corrompe, la iglesia manipula, el pueblo sufre y los héroes… se equivocan. Pero siguen. Y esa es quizá la mayor lección de su narrativa: la historia no la hacen los perfectos, sino los persistentes.
Por eso sus libros funcionan como brújula moral: sin dogmatismo, pero con conciencia. En tiempos de cinismo, eso no es poco.
Críticas, controversias y la eterna dicotomía: ¿popular o profundo?
Por cada lector que lo adora, hay un crítico que frunce el ceño. Se le acusa de escribir “para las masas”, de simplificar procesos históricos o de poner por delante la trama al estilo. Y, sin embargo, lo cierto es que su meticulosidad documental es ejemplar. No hay anacronismos ni licencias sin justificación. Solo hay una decisión estilística: contar bien, aunque eso implique prescindir de fuegos artificiales.
La paradoja es deliciosa: lo que lo hace popular (claridad, ritmo, empatía) es lo mismo que algunos usan para devaluarlo. Pero si la historia sirve para algo, es para recordarnos que las élites intelectuales rara vez entienden lo que conmueve al pueblo. Y Follett, seamos francos, conmueve.
Un legado con futuro
Su influencia ha sido contagiosa. Autores como Ildefonso Falcones o Santiago Posteguillo han seguido su estela, y las editoriales ya no temen apostar por novelas históricas de mil páginas. El género ha sido redimido: ya no es un nicho para profesores retirados, sino un terreno fértil para lectores voraces.
Además, con Nunca (2021), Follett demostró que no teme salirse de su zona de confort. Su incursión en la distopía geopolítica muestra que sigue inquieto, que su brújula narrativa no está oxidada.
¿Por qué leer a Ken Follett hoy?
Porque leerlo es una forma de entender que el pasado no ha pasado. Que los conflictos de antaño siguen latiendo en nuestros debates contemporáneos. Que la historia no es una sucesión de fechas, sino un teatro donde los humanos tropiezan, aman, conspiran… igual que ahora.
Y porque, en un mundo que se olvida a toda velocidad, leer novela histórica bien hecha es un acto de resistencia. Una forma de recordar que todo lo que damos por sentado —las leyes, las libertades, los edificios— alguna vez fue el sueño de alguien. O su ruina.
Así que, si aún no has leído Los Pilares de la Tierra, no lo retrases. La catedral ya está en pie. Solo falta que entres.













Un comentario
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